La marea de los tiempos XIII
Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com
La última Cena • Leonardo Da Vinci • 1497
Convento Dominico de Santa María de la Gracia, Milán, Italia.
Para los católicos, La última Cena (ejecutada entre 1495 y 1497) se convirtió en símbolo de traición, y Leonardo Da Vinci resalta este aspecto en su obra: Cristo anuncia que ha sido vendido y todos los apóstoles reaccionan conmovidos por sus palabras. Judas, el tercero a la izquierda de Cristo, es el único que apoya el codo sobre la mesa y aprieta entre sus dedos la bolsa que contiene los treinta denarios —la suma que habían pagado los sacerdotes, el equivalente al valor de un esclavo—.
La obra fue encomendada en 1494 por el duque Ludovico Sforza, llamado “el Moro”, para el Convento de Santa María delle Grazie.
Leonardo tardó tres años en terminarla, muy fuera del lapso previsto —siguiendo una vieja costumbre del maestro, proclive a cumplir sus compromisos a destiempo—.
Por ese entonces, Ludovico había tramado una alianza con Carlos VIII, rey de Francia y
Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano, para que entre los tres dominasen el norte de Italia. Las cosas no fueron según lo planeado y el ascenso al trono de Francia de Luis XII aceleró la caída de Ludovico.
El Papa Alejandro VI, su hijo César Borgia y la república veneciana, unieron sus fuerzas a las del rey galo contra Ludovico. Francia invadió el Milanesado con un ejército de mercenarios suizos. Ludovico también había contratado mercenarios del mismo origen, pero sus tropas se negaron a pelear contra sus connacionales; entre ellos se entendieron y decidieron traicionar a Ludovico quien intentó huir disfrazado, pero terminó apresado y encarcelado.
“Nunca faltan los Judas”, parece decirnos Leonardo elípticamente mientras la figura del apóstol desleal aprieta el saco de monedas.
La ciudad de Milán cayó en manos de los franceses. Luis XII, al visitar su nueva conquista, quedó tan maravillado por esta “Última Cena” que intentó llevarse el fresco a París. A poco debió desistir de su loca idea, y la obra quedó en Milán, recordándonos que la lealtad es una frágil virtud que la marea de los tiempos suele quebrar por codicia, orgullo o rencor.
El mundo se deshacía en guerras y hambrunas. Los artistas y pensadores tuvieron entonces la impresión de que la exaltación clásica de este Renacimiento no se tradujo en una “renovación” de la condición humana; los hombres continuaban realizando los mismos desmanes que los griegos y los romanos e idénticas barbaridades que en el Medievo. El soñado “hombre nuevo” fue una ilusión, un nuevo fracaso en la gesta renovadora. Nada había renacido.
Este desencanto con la naturaleza humana, esta desconfianza sobre la integridad de los hombres fue un sentimiento generalizado que imperó a fines del siglo XVI.
La Iglesia, a pesar de su supuesta misión humanitaria, había demostrado que no era un dechado de virtudes (ni mucho menos). Tampoco el arte parecía haber logrado su meta educadora, y Alberto Durero reflejó este desencanto como un intelectual comprometido con su tiempo.
La parte más importante de su obra son las 450 aguafuertes que nos ha dejado. En esas láminas, Durero se despacha sobre la condición humana en este siglo de crisis, de guerras interminables y conquistas. El mundo ha perdido sus certezas, la Iglesia tiembla, los herejes avanzan, los pueblos reclaman y los reyes reprimen, pero nadie está dispuesto a ceder terreno y chocan una y otra vez ante la perseverante insensatez de los hombres.
Melancolía I • Alberto Durero • 1514
Galería Nacional de Arte de Karlsruhe, Baden, Alemania.
Esta lucha entre utopía y realidad, entre idealismo y pragmatismo, llevó a Durero al desencanto, a la acedía, a la melancolía, como lo dibuja en la críptica representación que lleva ese nombre. Al rostro de hastío de esta “Melancolía”, se suman los símbolos de oscura interpretación, como el cubo de Júpiter, figura geométrica de treinta y cuatro caras que, probablemente, actuase como un paliativo de Saturno —el planeta ligado a la melancolía—. También se aprecian algunos signos masónicos como el sol con sus rayos y el compás con que esta mujer juega distraídamente.
Toda la composición es una alegoría de la desazón que lleva a la falta de creatividad y al aburrimiento mortal que tiñe la realidad. Durero no sólo rechaza a la Iglesia de Roma sino a los luteranos más recalcitrantes. En Los cuatro apóstoles, (nombre engañoso porque Marcos era evangelista pero no apóstol) aparecen Juan y Pedro y Pablo y el ya mencionado Marcos bajo un texto en alemán que dice: “En estos tiempos peligrosos, todos los príncipes deben cuidarse de tomar las tentaciones del hombre por la palabra de Dios. El Señor no tolerará que su palabra sea tergiversada. Es la advertencia de esos cuatro hombres excelentes: Pedro, Juan, Pablo y Marcos”.
Nada es lo que parece ser, todo el mundo ha hecho uso a su conveniencia de la palabra de Dios, tanto por parte de la Iglesia como la particular exégesis de cada predicador protestante, y este enfrentamiento estéril lo sume al artista en negras meditaciones.