La marea de los tiempos V
Por Dr. Omar López Mato
El Juicio final • Miguel Ángel • 1541 – Capilla Sixtina, Vaticano, Italia.
Las indulgencias plenarias se habían convertido en una nueva e interesante forma de ingresos para la Iglesia, por tal razón era menester ser muy precisos en los castigos que aparejaban una estadía en el Infierno para estimular esta dádiva que llenaba las siempre exigidas arcas del Vaticano. Los artistas fueron, una vez más, los encargados de describir minuciosamente los sufrimientos de los condenados para trasmitir un mensaje aterrador.
Michelangelo Buonarroti, en su monumental trabajo de la Capilla Sixtina, retrató los castigos de los pecadores. El tema no era menor, la amenaza del protestantismo era real, en 1514 habían saqueado Roma. Era menester dejar bien claro que a todos aquellos que se alzasen contra el Papado se les tenía reservado el más ignominioso de los castigos.
Las obras de la Capilla comenzaron en 1535, encomendadas por Pablo III. La abundancia de desnudos en ese recinto sagrado promovió las discusiones más airadas. El más conmovido por tanta escasez de indumentaria era el maestro de ceremonias del Vaticano, Biaggio de Cesana. Tal fue el enojo de Miguel Ángel por la crítica de Biaggio, que Buonarroti decidió condenarlo a los infiernos y allí lo puso como Minos, rey de los demonios, desnudo, con orejas de burro y una serpiente enroscada en el cuerpo. No contento con esto, la misma serpiente ataca con saña su miembro viril.
Cuenta la leyenda que Biaggio se dirigió al Papa Pablo III para que ordenase su exclusión del mural. El Papa, no sin ironía, le respondió, “querido hijo mío, si el pintor te hubiese puesto en el purgatorio, podría sacarte, pues hasta allí llega mi poder, pero estás en el Infierno y me es imposible. Nulla est redemptio”. Y allí quedó Biaggio, condenado a la eternidad a este infierno pictórico, por ser más papista que el Papa.
Paulo III con Alejandro y Octavio Farnesio • Tiziano • 1545 – Museo di Capodimonte, Nápoles, Italia.
De todas maneras, la exhibición de tantos cuerpos desnudos trajo aparejado un gran debate que duró muchos años, a punto tal que El Greco, durante su paso por Roma, se ofreció para pintar una nueva obra en reemplazo de la de Miguel Ángel. Afortunadamente, la propuesta no fue aceptada y la controversia continuó.
Al final las diferencias las zanjó el sucesor de Pablo III, Julio III, quien contrató a uno de los discípulos de Miguel Ángel, llamado Daniele da Volterra, para corregir tanto exhibicionismo con paños de pureza que taparan las vergüenzas de estos cuerpos. Desde entonces, a Volterra se lo conoce como “Il Braghettone”, palabra que podría traducirse como el “pinta calzones” y, por extensión, el “calzonudo”, un término que a veces utilizamos con aquellos que abundan en un exceso de corrección política.
Pablo III también sufrió su Juicio Final, no a manos de Miguel Ángel sino de Tiziano, artista veneciano que en 1544 viajó a Roma a fin de retratar al Papa. Lo precedía una bien ganada fama de talentoso pintor.
Dos razones motivaron a Tiziano a visitar la Ciudad Eterna. En primer lugar, no la conocía, y un artista de su talla, con 55 años, no podía desconocer las maravillas de la Roma clásica. En segundo lugar, quería interceder ante el Papa por su hijo, a fin de que éste desarrollase una carrera eclesiástica con más provecho. ¡Qué mejor forma de ganarse la simpatía del Papa que pintar su retrato!
Farnesio —tal el apellido de este Sumo Pontífice—, se había desempeñado como obispo de Parma. Durante su obispado tuvo cuatro hijos bastardos. Esto no fue impedimento para ascender al trono de San Pedro y elevar al purpurado cardenalicio a dos de sus nietos. En esta obra de Tiziano, el Papa figura retratado junto a sus descendientes. El que está atrás de Paulo, también se llamaba Alejandro Farnesio, y había sido nombrado cardenal a la tierna edad de los 14 años. A pesar de haber participado de siete cónclaves, jamás pudo ocupar el puesto de su abuelo, porque en tiempos de la Contrarreforma se requería un hombre de más convicciones y de cierta prescindencia de los lujos mundanos a los que el joven Alejandro era adicto. El otro nieto retratado era Octavio, enviado a la corte de Carlos I de España, donde se casó con una de sus hijas (Margarita de Austria) para sellar el pacto entre el Papado y el emperador en su lucha contra el Protestantismo.
El joven Octavio, terminó siendo duque de Parma, mientras que una de sus hermanas se casó con un príncipe francés para garantizar la neutralidad del Papa en la contienda entre el emperador Carlos I de España y Francisco I de Francia.
A este Papa le debemos la fundación de la Compañía de Jesús, el grupo religioso que mejor encarnó el espíritu de la Contrarreforma. Paulo III prohibió la esclavitud de los indios americanos y promovió entre ellos la prédica de la fe con “métodos pacíficos”, que no siempre se respetaron. En 1542, estableció el Santo Oficio y así dio comienzo a la Inquisición y a la aparición del Index donde figuraban los textos prohibidos por atentar contra los principios de la Iglesia.
En 1545 (época en la que fue retratado por Tiziano), Pablo III convocó al Concilio de Trento donde hizo oídos sordos a las críticas protestantes. Para evitar el Cisma, el Concilio se prorrogó indefinidamente. Este Concilio promovió el espíritu de la Contrarreforma, con explícitas implicancias estéticas, ya que la pintura debía propagar el mensaje de la Iglesia en forma “inteligente, inteligible y con contenidos claros”. En este contexto, nace el barroco, movimiento estético caracterizado por un elaborado contenido emocional destinado a provocar una reflexión empática en los espectadores. La estética, una vez más, es movilizada por los cambios políticos y actúa como catalizador de las intenciones de aquellos que sustentan el poder.
Un Papa como Paulo III, quien purgó a la Iglesia de sus debilidades para mantenerla monolíticamente unida, y sembró los instrumentos que la intelectualidad le recriminaría en un futuro, no podía generar indiferencia. Hubo quien lo apoyó con vehemencia pero también aquellos que repudiaron sus actos e intenciones. Podemos afirmar que Tiziano perteneció a este último grupo por un pequeño gran detalle que deja trasuntar en esta obra: la mano del Papa jamás fue pintada. Varias razones se esgrimieron para explicar esta asombrosa ausencia, la más plausible sostiene que para cuando Tiziano comenzó la obra, el Papa había entrado en conflicto con Carlos I de España (protector de Tiziano, quien pintó el célebre retrato del emperador a caballo, idealizando los rasgos del monarca, poco agraciado por su prognatismo). Paulo III favoreció a los franceses, y Tiziano se vio ante la disyuntiva, ¿el Papa o el emperador? El pintor no dudó ni un instante y dejó la obra inconclusa.
Para entonces, Tiziano, al que nada le pagaron por esta obra de grandes dimensiones (200 x 178 cm), ya se había percatado de que los Farnesio en poco iban a asistir a su hijo y prefirió la seguridad que le ofrecía seguir al servicio de Carlos I. No se equivocó Tiziano al permanecer fiel al emperador, ya que éste venció a su enemigo, Francisco I de Francia en la Batalla de Pavia y se convirtió en árbitro indiscutido de Europa.
El retrato de Paulo III de Tiziano refleja lo efímero del poder y las banalidades en las que incurren los que ejercen la autoridad para prolongar los conflictos de intereses sectarios, simbolizado por el reloj de arena que se encuentra donde debería haber habido un tintero, cerca de la mano ausente. El tiempo pasa, la vida se escapa y sólo quedan de nuestras glorias mundanas las improntas que pudimos dejar por nuestros actos, que además se prestan a las subjetivas interpretaciones de nuestros coetáneos y la posteridad. Es más, entre el relato de un minucioso historiador y la imagen artística, tanto literaria como pictórica, la posteridad suele elegir esta última. La historia no la escriben los que ganan sino los que mejor la escriben o, en este caso, los que ofrezcan los símbolos más contundentes para trasmitir su versión de los acontecimientos.