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La marea de los tiempos II

14 junio, 2022 0 comentarios

La marea de los tiempos II

Por Dr. Omar López Mato

Desde sus primeras manifestaciones el arte de Occidente estuvo estrechamente ligado a la religión. Después de un período inicial de iconoclastía donde toda representación divina era considerada una forma de idolatría, el cristianismo recurrió a las imágenes para exaltar la obra y el mensaje de Jesús.

El concepto de Dios como creador y centro del mundo era abrumador. El Estado teocrático contaba con la ventaja de aunar el poder terrenal y celestial garantizando penas que no sólo comprometían la vida sino que, asimismo, implicaban sanciones eternas para aquellos que atentasen contra sus principios. Los castigos eran de cuerpo y alma, por palabra, obra u omisión.

“La pintura es para los analfabetos lo que la escritura es para quienes saben leer”, sostenía el Papa Gregorio Magno ya en el siglo VI, cuando la Iglesia dejó de lado la iconoclastía heredada del pueblo de Israel.

Los textos bíblicos o sus interpretaciones canónicas, como los textos de La Leyenda Dorada, del dominico Santiago (o Jacobo) de la Vorágine, impregnaron las obras pictóricas que recrearon la génesis del Universo, la historia del pueblo de Israel y los difíciles momentos de la primitiva Iglesia católica. La consubstanciación entre el gobierno cívico y la Iglesia en la Europa medieval conformó el Estado teocrático que orientó todos sus esfuerzos creativos hacia la exaltación de ese poder. En un mundo donde la capacidad de lectura estaba limitada a una minoría, las imágenes en los templos eran la forma obligada de transmitir este mensaje a los feligreses: Dios es todopoderoso, es el centro de nuestra existencia y ha escogido a hombres o mujeres para llevar adelante sus designios. Ellos eran depositarios del poder terrenal concedido por Dios. La Iglesia y la monarquía se erigieron como administradores de la justicia divina.

El mensaje que trasmitía el artista debía ser contundente, no podía dar lugar a dudas o interpretaciones: el Creador, a través de la Iglesia, llena la vida de los hombres. Todo lo demás es vano, superfluo y efímero, o peor aún, una herejía.

La Iglesia se convirtió en una celosa observadora de la ortodoxia. Estaba convencida de que cualquier distorsión del mensaje original podía conducir a diferencias de impensables consecuencias. De allí la estricta vigilancia canónica de textos e ilustraciones.

La herejía era una constante amenaza para los prelados que se trenzaban en largas discusiones sobre cómo interpretar los textos sagrados a fin de otorgar al relato de la Iglesia una consistencia monolítica. Apartarse de estos principios rectores implicaba el castigo eterno. De allí la proliferación de iconografías de Juicios Finales y expulsiones del Paraíso, como es el caso de la obra de Masaccio en los frescos de la Capilla encomendada por el rico comerciante florentino Felice di Michele Brancacci.

El miedo a los infiernos y a la condena eterna actuó como una amenaza coercitiva, conformando un regulador social de extensas implicancias.

El aumento de la población, la proliferación del comercio, el intercambio intelectual con otras culturas y la acumulación de riquezas por parte de la nobleza fue creando un nuevo poder que creció, en un principio, a la sombra de la Iglesia, para después competir con ella. El poder secular se separó de la Iglesia, el Estado dejó de ser una teocracia y el arte dejó de ser anónimo. Cada artista aportaba su impronta estética y una particular percepción del mundo que lo rodeaba, expresado en detalles que le otorgaban a su obra connotaciones individuales. Por primera vez, los artistas persiguieron un reconocimiento personal, circunstancia que implicaba no sólo una ventaja económica sino también una identificación con pautas o grupos sociales y políticos.

En este contexto, surgieron figuras como la de Cenni di Pepo, llamado “Cimabue”, consagrado por Vasari como el padre de la pintura italiana. Este artista surgió en momentos en que la influencia bizantina perdía predominancia ante la poderosa lección del clasicismo grecorromano.

En obras como este crucifijo de Cimabue, las formas del Salvador adquieren un progresivo relieve plástico, pero a su vez retratan a un Cristo sufriente. No es el Dios Todopoderoso que nos contempla impasible con los ojos abiertos, no es un Dios triunfante el que se encuentra en la cruz, sino un hombre que expresa su dolor y cierra los ojos resignado a su suerte.

Adán y Eva expulsados del Paraíso
• Masaccio Primera mitad del siglo xv
Capilla Brancacci, Santa María del Carmine, Florencia, Italia

 

Junto a este renacer artístico aparecen en las nuevas creaciones un sutil mensaje político que aprueba o rechaza la gestión de las autoridades. El arte no sólo refleja la realidad, el artista ahora también opina.

La organización político militar permitió el establecimiento de las fronteras, otorgó cierta seguridad doméstica y promovió el uso más eficiente de los recursos. La producción creció y con ella la población. Entre los siglos X y XIII, Europa vivió un largo período de expansión económica, y toda bonanza suele estar acompañada de una nueva expresión artística. El creciente bienestar durante la Edad Media tardía fue uno de los orígenes del Renacimiento. El aumento de la población hizo inviable la autosuficiencia, situación que permitió el intercambio económico gracias a la mayor seguridad de los caminos. El mercader fue el nuevo agente de cambio en un mundo dividido entre los señores feudales y el poder religioso.

El auge del comercio aumentó el dinero circulante. Existía, entonces, una enorme variedad de especies monetarias heredadas del tiempo de los romanos. La moneda de oro, el solidum romano, sólo se usaba en el territorio del Imperio bizantino, mientras la moneda de plata, el denario, fue cambiando de denominación a lo largo y ancho de Europa (penny, plenning, denier, dallar, sterling, etc.). Las ganancias generadas por el comercio cambiaron el esquema económico y también los derechos de propiedad. Cuando cambia la disponibilidad de medios, también varían los términos del intercambio.

La población urbana, constituida por comerciantes y artesanos, es decir, por hombres libres conscientes de su nuevo rol, pretendió imponer nuevas condiciones de convivencia que limitaban los privilegios de la oligarquía. El artista y su pintura se convirtieron en un medio de orgullosa afirmación y celebración, de crítica o consagración. El artista transmitía su mensaje y a través de él se expresaba una comunidad. El pintor se convirtió en el emergente de una sociedad y en el portavoz de su mensaje.

Crucifijo • Cimabue •1268/71
Iglesia de San Domenico, Arezzo, Italia.

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