La marea de los tiempos XVIII
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Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com
Apesar de las guerras y enfrentamientos religiosos en el período que abarca los siglos XVII y XVIII, cierto bienestar se afianzó sobre la convulsionada Europa. El comercio con Asia y América incrementó la capacidad económica de una incipiente burguesía. Ciudades como Venecia y Ámsterdam se convirtieron en importantes centros comerciales. A estos últimos, acudían los pintores para inmortalizar las facciones de los poderosos junto a sus logros mundanos.
Ya hemos comentado los retratos colectivos de Rembrandt y Hals eternizando la pujanza burguesa de los Países Bajos. Algo similar ocurría en Venecia, donde Tiepolo y el Veronés exaltaban los lujos de La Serenísima, baluarte comercial del Mediterráneo. La Cena en casa de Leví del Veronés, era el reflejo de este bienestar que los negocios llevaban a los habitantes de la ciudad, acostumbrados a un ritmo de vida elegante y rumboso. El artista coloca a Cristo en medio de personajes poco piadosos, en un ambiente de escaso recato, junto a personas menos “recomendables” (mendigos, proxenetas o simples trabajadores), un reflejo de lo que se vivía diariamente en la ciudad del Venetto.
Cena en casa de Leví • Paolo Cagliari, “el Veronés” • 1573
Galería de la Academia de Venecia, Italia.
A raíz de esta obra, el Veronés fue convocado por la Inquisición para rendir cuentas de estas expresiones poco ortodoxas incluidas en la obra, tan del gusto de los habitantes de Venecia, pero que la Iglesia no estaba dispuesta a tolerar.
No se conoce qué explicación dio el Veronés al Santo Oficio. Sí sabemos que no fue sancionado, aunque después de esta experiencia el pintor se mostró mucho más cauto en lo que respecta a detalles teológicos.
Los mismos lujos serían pintados por Giambattista Tiepolo casi dos siglos más tarde en su célebre Escena de Carnaval de Venecia, una obra donde señala la inclinación por la ostentación que caracterizaba a los venecianos en una ciudad donde el Carnaval duraba cuatro meses (de noviembre a febrero).
Escena de Carnaval (detalle) • Giambattista Tiepolo • 1750
Museo del Louvre, París, Francia.
No era esta una elección caprichosa, era una astuta medida política. La oligarquía veneciana veía en estos bailes de máscaras y jolgorio continuo la forma de apaciguar las tensiones sociales. Atrás de un antifaz y un disfraz, el mendigo era cardenal y el duque un mercader; los jóvenes de todas las condiciones sociales confraternizaban en un clima de licenciosa tolerancia. Aristócratas y reyes de toda Europa viajaron a Venecia de incógnito para gozar de las indulgencias que otorgaba esta ciudad encantadora. La oligarquía veneciana explicaba a través de esta descompresión festiva, la falta de reclamos revolucionarios de las clases menos pudientes. El pan, el circo y el carnaval mantenían la paz social.
Pero no todo era licencia, había límites que sostener, márgenes que no debían ser transgredidos. Los desenfrenos de esta sociedad eran registrados por los atentos ojos de la Inquisición. En el caso de Venecia, la Inquisición pertenecía al Estado; era, a la vez, policía secreta y justicia subterránea. Podía apresar a individuos y condenarlos a muerte, si así lo consideraban los tres inquisidores (hecha la excepción de los aristócratas que sólo podían ser expatriados). A través de denuncias anónimas, de espías pagos o soplones circunstanciales, la Inquisición llevaba adelante su tarea de velar por la
ortodoxia de la religión y la integridad del Estado. De esta forma, personajes como Casanova y Lorenzo Da Ponte debieron buscar nuevos horizontes lejos de La Serenísima.
En otras partes del mundo, la Inquisición no era tan “benigna”, especialmente en lo que respecta a algunos detalles teológicos. Después del Concilio de Trento, el Santo Oficio debía controlar la estricta adecuación canónica de los libros que se imprimían con nuevas ideas y algunos relatos indecorosos. Era necesaria una esmerada atención a los detalles para no caer en errores como los del Veronés.