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Apartado Cultural

La marea de los tiempos XXII


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Además de sus cuadros religiosos, en 1793, William Blake (1757-1827) realizó una serie de pinturas sobre la Revolución norteamericana (Las visiones de las hijas de Albión y América: una profecía).

Blake fue el primero en recurrir a exhibiciones individuales para vender sus cuadros, ya que su obra estaba lejos de atraer los favores de un mecenas en una época donde existían serias dificultades económicas en una Inglaterra estancada por las guerras napoleónicas y el bloqueo europeo.

La exhibición de Blake se inauguró en mayo de 1809, en la calle 28 Broad Street. Entre los concurrentes se encontraba Henry Crabb Robinson, un corresponsal del diario Times que escribió un extenso artículo sobre este “artista, poeta y místico religioso” que ponía

obras tan personales al accesos del público a cambio de unas monedas.

Las mejoras en el transporte facilitaron el intercambio comercial, y junto a él llegaron nuevas ideas y pensamientos. El unicato religioso fue perdiendo valor, la multiplicidad ideológica impregnó una sociedad donde la palabra “libertad” inspiraba cambios a los

que cada uno daba un destino diferente. En el arte, este espíritu se reflejó en la cantidad de estilos que tímidamente fueron tomando cuerpo durante el siglo XIX, para estallar en una eclosión multifacética a lo largo del siglo XX, el siglo de los “ismos” (Tendencia innovadora, especialmente en el pensamiento y en el arte).

A fines del siglo XVIII, principios del XIX, el neoclasicismo fue utilizado por los gobiernos monárquicos para exaltar el poder de la oligarquía, homologando a los aristócratas con figuras mitológicas, mientras que el romanticismo exaltó al nacionalismo y las tradiciones míticas y fundacionales de cada país. A su vez, los románticos le prestaron especial atención al orientalismo que curiosamente había llegado antes al teatro que al caballete.

Óperas como Rapto en el Serrallo, Così fan tutte  y Una italiana en Argel apelan al erotismo que despertaba la poligamia musulmana.

El exotismo árabe, redescubierto después de la campaña a Egipto de Napoleón, se difundió rápidamente en los años siguientes a la invasión de Grecia. Los nuevos aires orientales fueron una excelente excusa para desnudar los cuerpos de las mujeres y resaltar la lascivia de los invasores, sumergidos en una atmósfera amenazadora para la cultura occidental. Muerte y erotismo, convertían a los árabes en hedonistas irresponsables.

Eugène Delacroix (1798-1863) denunció la violencia de los musulmanes a través de sus obras, a la vez que resaltaba sus características eróticas. Los cuadros de este artista se convirtieron en orgías de sangre y sexo. La barbarie oriental parecía no tener límites al mostrarla tan brutalmente. Delacroix pretendió empujar a la civilizada Europa a tomar cartas en la guerra de independencia griega. Este país era considerado la cuna de la cultura occidental y su avasallamiento era una afrenta al espíritu europeo. La muerte de Lord Byron durante la contienda, encendió el ardor romántico de los intelectuales y artistas. Estas pinturas fueron su mejor reflejo.

Pasadas las pasiones del enfrentamiento armado, sólo quedó el exotismo oriental y, especialmente, el erotismo que despertaban los cuentos sobre los harenes. La exposición de cuerpos desnudos abandonados al placer excitaban a las mentes occidentales, atadas a cánones sexuales más estrictos, donde toda expresión de sensualidad aparejaba un sentimiento de culpa. Pinturas como El baño turco de Ingres es un ejemplo de esta corriente exótica.

Las visiones de las hijas de Albión • 1793, William Blake • Houghton Library, Universidad de Harvard, Cambridge, Estados Unidos.

El Gran Dragón Rojo y la Mujer revestida en Sol, c. 1805/10 • William Blake, Museo de Brooklyn, New York, Estados Unidos.

La muerte de Sardanápalo • Eugène Delacroix • 1827, Museo del Louvre, París, Francia.

La matanza de Quíos • Eugène Delacroix • 1824, Museo del Louvre, París, Francia.

El baño turco • Jean Auguste Dominique Ingres • 1862, Museo del Louvre, París, Francia.

La marea de los tiempos XXI


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

En la obra de William Hogarth (1697-1764), artista satírico que pintaba con tono burlón “las costumbres morales modernas”, se aprecia su ironía descarnada. Lector de Jonathan Swift, volcó en sus grabados una crítica a la hipocresía que, a su criterio, reinaba en todas las clases sociales. Justamente sus grabados fueron copiados en toda Europa, sin que Hogarth lograse cobrar sus derechos de autor, pero sí pudo hacer fortuna gracias a su habilidad como retratista. El actor David Garrick le pagó 200 libras por su retrato, una suma más que interesante para la época. Las primeras obras de Hogarth satirizaban a la sociedad inglesa en tiempos de la debacle económica ocasionada por el quiebre de la empresa del Mar del Sur, el estallido de una de las grandes burbujas económicas de los tiempos modernos que le hizo perder a sir Isaac Newton 20.000 libras. No sin ironía, el sabio, ante esta desavenencia comentó que él podía predecir el camino de las estrellas pero no las volubles decisiones de los hombres.

La carrera de una prostituta, La vida de un libertino, Marriage a la mode, La laboriosidad y la pereza, son algunas obras de una serie de grabados donde dibuja escenas de la vida diaria con una ironía lindante con la sátira social gracias a su dibujo casi caricaturesco, como se ve también en su obra Las elecciones Parlamentarias de 1754.

Inglaterra estaba pasando por un momento muy especial de su historia. Guillermo III, un rey de origen holandés, no se llevaba muy bien con sus súbditos británicos. No era para menos, lo habían privado de algunos de sus poderes a través del Bill Act, una legislación que lo reducía a una figura decorativa. De esta forma, el Parlamento se convertía en el árbitro de la política del Imperio.

En esos tiempos solo votaban los dueños de la tierra, —para ser más precisos, apenas 16.000 personas lo hicieron en el año 1754—. El Parlamento era la expresión de los terratenientes.

Ni los industriales, ni los comerciantes votaban, solo los dueños de la tierra, de allí la expresión de Robert Walpole (destacado político inglés que ocupó el poder durante casi 21 años): “Cada hombre en la Casa de los Comunes tiene su precio”. El soborno era la más práctica de las políticas.

Lord Chesterfield cuenta que, para acceder a un escaño, era necesario hacer una considerable inversión en propaganda a fin de ganar los favores del público. Se estimaba que llegar al Parlamento costaba no menos de 6.000£ de entonces (algo así como un millón de dólares hoy). A los ojos del artista, estas campañas tomaban ribetes tragicómicos, cuando no grotescos (el que suscribe opina que mucho no han cambiado las cosas desde entonces).

Esta obra registra un bizarro conjunto donde se ve al joven candidato que recibe efusivos besos de una simpatizante de aspecto poco agraciado, mientras pone cara de resignación. A su lado, una jovencita estudia cuidadosamente el anillo que pretende robarle al candidato. En el centro hay dos imbéciles y un predicador que cae en el pecado de la gula mientras pierde su peluca a manos de los músicos. —al parecer, están algo bebidos—. Los músicos se encargaban de alegrar los mítines políticos con algunos jingles compuestos para la ocasión, una práctica que aún persiste en nuestros días.

Al extremo de la mesa, el gran señor (¿otro candidato?) se ha empachado comiendo ostras. El médico, a su lado, intenta una flebotomía para bajar la presión del pletórico caballero quien, seguramente, ha puesto buen dinero para acceder al escaño parlamentario. Vaya uno a saber si sobrevivirá al atracón.

Parece no ser el único que necesita asistencia médica, porque uno de los oficiales de justicia ha recibido un ladrillazo en la cabeza, mientras un soldado (justo al medio) cura sus heridas con punch, tomando del gran recipiente de donde todos han bebido en abundancia.

Por la ventana del fondo se ve pasar una manifestación. Uno de los que desfila porta un cartel inquietante, “No jews”, un voto en contra del libre acceso a Inglaterra de los israelitas.

Kenneth Galbraith afirmaba que “la política no es el arte de lo posible sino la elección entre el desastre y lo intragable”. Al parecer, entre estos candidatos (y en muchos de los que hemos conocido a lo largo de nuestra vida cívica) coexisten ambas opciones.

Para fines del siglo XVIII la pintura se había secularizado. La difusión de cuadros, láminas y grabados le había otorgado a la iconografía un valor que estaba al alcance económico de la creciente burguesía, especialmente en Inglaterra donde Allan Ramsay, George Rommey, Thomas Gainsborough, Sir Joshua Reynolds, Angelica Kauffman, y el mismo Hogarth eternizaron los rostros de los miembros de esta pujante sociedad inspirada en los principios del libre comercio y la competencia (no siempre leal) promovida por la filosofía liberal.

El republicanismo británico propuso un nuevo uso cívico de las artes. En 1753 se fundó The Society for the Encouragement Arts, Commerce and Manufacture. Esta sociedad ambicionaba prolongar el estrecho mundillo de las bellas artes para extenderlo a los objetos comerciales y de la vida diaria.

En 1777 los reformistas ingleses veían con simpatía la rebelión americana. Entre ellos se encontraba William Blake, amigo del revoltoso Thomas Paine (promotor del liberalismo y de la democracia, autor del libro Sentido Común).

Entretenimiento de elección • William Hogarth • 1755  Museo de Sir John Soane, Londres, Inglaterra.

Entretenimiento de elección • William Hogarth • 1755

Museo de Sir John Soane, Londres, Inglaterra.

Detalles de la obra Entretenimiento de elección • William Hogarth • 1755

Detalles de la obra Entretenimiento de elección • William Hogarth • 1755

La marea de los tiempos XX


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Otro gran problema era la presión impositiva ejercida por las monarquías, que cada año necesitaban más recursos para mantener a reyes, príncipes y demás parásitos reales, además de enormes ejércitos que utilizaban durante las guerras sucesorias en las que periódicamente solían enfrascarse para incorporar más tierras a sus reinos que, a su vez, aportarían más impuestos. La presión fiscal fue creciendo a la vez que lo hacía el descontento popular.

Fue este un largo proceso, con avances y retrocesos, que creó una corriente estética a mediados del siglo XVIII, cuando el descontento se transformó en reclamo. De hecho, una nueva forma de expresión artística se debe a la crisis financiera desatada durante la Guerra de los Siete Años (conflictos internacionales desarrollados entre 1756 y 1763, para establecer el control sobre Silesia y por la supremacía colonial en América del Norte e India), la Silhouette (la silueta).

El perfil recortado de las personas y objetos llevaba el nombre del ministro de finanzas francés llamado Étienne de Silhouette (1709-1767), quien aplicó fuertes impuestos para sostener el gasto bélico. La presión impositiva obligaba a disminuir los costos de producción y la calidad de los productos, de allí que en francés la palabra se convirtió en sinónimo de escasa calidad y, por extensión, de escasez de peso: nadie podía ingerir la misma calidad y cantidad de alimentos como antes de la crisis financiera dada la voracidad del Estado.

Los cultores más célebres de estas imágenes en silueta fueron August Edouart (1789-1861), en Francia, y John Miers (1756-1821), en Londres.

Uno de los problemas de este esquema socioeconómico era que los impuestos que mantenían a los ejércitos no eran abonados ni por los aristócratas ni por la Iglesia, sino por el pueblo y la burguesía (o como le decían los franceses, más elípticamente, el “Tercer Estado”).

La nobleza, convencida de que su estructura oligopólica duraría mucho tiempo, se sentó a disfrutar de este nuevo período de bienestar. Hasta la turgencia de las carnes y el sobrepeso de las mujeres de Rubens dan a entender que si bien había pobreza no existía la miseria que llevaba a una muerte por inanición o a la rebelión del campesinado. Mientras que se contase con ejércitos bien pagos, la aristocracia podía mantener sus prerrogativas y en caso de acabarse… “vendría el diluvio”, como sostenía Luis XV.

Las miserias de Silhouette no fueron eternas.

A los períodos de escasez le sucedieron momentos de bienestar, cambios que se alternan en una ciclotimia propia de la naturaleza humana. A fines del siglo XVIII, la sociedad se concentró en las indulgencias que aparejaba el nuevo bienestar marcado por el progreso. Este fenómeno se adivina en una serie de obras de artistas que reflejaron esta deliciosa joie de vivre.

Boucher (1703-1770), además de retratar a exquisitas señoritas escasas de ropas y a damas de las corte, como la insuperable Madame de Pompadour (1721-1764), a quien debemos el diseño de las copas de champagne basadas sobre sus senos casi perfectos, pintó a su familia con todos los adelantos de la Europa moderna, abierta a los mercados del mundo y las novedades llegadas de tierras lejanas.

Todo es modernidad en este cuadro, modernidad que se escapa a nuestros ojos acostumbrados a las comodidades del siglo XXI. Allí está el té, el café y el chocolate, traído desde allende los mares, las porcelanas de Saxe y la madre cuidando a su hija, en tiempos en que los niños eran considerados como “bestiezuelas privadas de razón”.

También los retratos de Joshua Reynolds (1723-1792) inmortalizaron a la pujante burguesía británica que recorría el mundo en busca de riquezas. Las fortunas habidas en estas aventuras económicas, tarde o temprano, les permitían a los esforzados mercaderes,

militares o marinos (es decir, personas allegadas a las estructuras oligopólicas) llevar en su añorada Gran Bretaña vida de grandes señores, como esta familia del capitán George Clive, junto a una sirvienta india.

La riqueza exhibida es un guiño de Reynolds sobre el origen de la fortuna de este servidor

de la Compañía de las Indias192, cuyos ingresos no le hubiesen permitido mantener este rumboso ritmo de vida. ¿Cómo había hecho este hijo de un predicador anglicano para lograr una aventajada posición económica? Era un secreto a voces que los funcionarios de la Compañía podían incrementar su patrimonio gracias a la venalidad que existía en la lejana India. Allí la corrupción, los regalos en especias y los sobreprecios ofrecían una rápida forma de enriquecimiento que estos burócratas aprovechaban sin mayores remordimientos.

La marea de los tiempos XVIII


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Será Goya quien denuncie en sus obras los excesos cometidos por el Santo Oficio. Bien conocía el pintor el poder de los Inquisidores, en algún momento debió dar cuenta ante ellos, cuando fue hallada la célebre Maja desnuda. Esta obra había sido encomendada por el ministro Godoy para su gabinete privado, a fin de exhibirla ante sus amigos. Mediante un ingenioso juego de poleas cambiaba a la Maja vestida por la Maja desnuda en breves instantes. Después de la revolución de Aranjuez y con la precipitada huida de Godoy, la Inquisición descubrió este cuadro y llamó a declarar al pintor. Nadie sabe qué excusa ofreció, pero Goya no fue molestado por el asunto.

Auto de fe de la Inquisición • Francisco Goya • 1812/19, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, España.

La Constitución española de 1812, la famosa “Pepa”, abolió la Inquisición. Los vientos liberales habían barrido con el poder del Santo Oficio. De entonces son estas obras de Goya, donde los actos de fe pierden algo de su terror primigenio para convertirse en un proceso tragicómico. Los gestos preocupados de los que son juzgados, luciendo esos

ridículos bonetes amarillos, contrastan con los rostros casi caricaturescos de los inquisidores sumidos en sus consideraciones teológicas, conscientes del poder que sustentaban, la vida de estos impíos estaba en sus manos. Ellos y sólo ellos eran la voluntad de Dios en la Tierra.

El mundo continuó su lento y tortuoso camino de progreso. A lo largo del siglo XVII nadie pintó miserias, no había un fuerte reclamo social en las obras que abarcan este período. Por supuesto que había pobres, pero éstos comían. Además de pintar reyes, nobles y cardenales, Loarte, Velázquez, Zurbarán y tantos otros artistas retrataron al pueblo, sus costumbres, los bodegones y hasta los mendigos. Murillo pintó a estos niños comiendo porque la recesión que se vivió en el siglo XVII no fue por escasez sino por abundancia. Lo que escaseaba eran los compradores.

Ante este panorama, ¿cómo se protegieron los productores? Multiplicando las regulaciones. ¿Quiénes ponían las normas? Los que manejaban los oligopolios. ¿Y a quiénes les concedían este beneficio? Pues a los amigos del poder, que creaban una escasez artificial para asegurarse las ganancias.

En esta época proliferaron emprendimientos como la Compañía de las Indias o burbujas financieras como la Compañía del Mar del Sur, empresas encargadas de monopolizar los vínculos comerciales entre la metrópolis y sus colonias.

La protección a los comerciantes en detrimento de los consumidores fue llamada Mercantilismo, que de una forma u otra asistió a la construcción y modernización del Estado Nación mediante la centralización política y económica.

El Mercantilismo dificultó la transferencia social. Se nacía pobre y lo más probable es que muriese tan pobre como lo habían sido sus padres y lo serían sus hijos y sus nietos, si es que no se tenía la fortuna de ingresar a estas estructuras oligopólicas.

Dos niños comiendo melón y uvas • Murillo • 1655, Alte Pinakothek, Munich, Alemania.

Bodegón con caza y frutas • Alejandro Loarte • 1623, Fundación Santamarca, Madrid, España.

La marea de los tiempos XVIII


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Apesar de las guerras y enfrentamientos religiosos en el período que abarca los siglos XVII y XVIII, cierto bienestar se afianzó sobre la convulsionada Europa. El comercio con Asia y América incrementó la capacidad económica de una incipiente burguesía. Ciudades como Venecia y Ámsterdam se convirtieron en importantes centros comerciales. A estos últimos, acudían los pintores para inmortalizar las facciones de los poderosos junto a sus logros mundanos.

Ya hemos comentado los retratos colectivos de Rembrandt y Hals eternizando la pujanza burguesa de los Países Bajos. Algo similar ocurría en Venecia, donde Tiepolo y el Veronés exaltaban los lujos de La Serenísima, baluarte comercial del Mediterráneo. La Cena en casa de Leví del Veronés, era el reflejo de este bienestar que los negocios llevaban a los habitantes de la ciudad, acostumbrados a un ritmo de vida elegante y rumboso. El artista coloca a Cristo en medio de personajes poco piadosos, en un ambiente de escaso recato, junto a personas menos “recomendables” (mendigos, proxenetas o simples trabajadores), un reflejo de lo que se vivía diariamente en la ciudad del Venetto.

Cena en casa de Leví • Paolo Cagliari, “el Veronés” • 1573

Galería de la Academia de Venecia, Italia.

A raíz de esta obra, el Veronés fue convocado por la Inquisición para rendir cuentas de estas expresiones poco ortodoxas incluidas en la obra, tan del gusto de los habitantes de Venecia, pero que la Iglesia no estaba dispuesta a tolerar.

No se conoce qué explicación dio el Veronés al Santo Oficio. Sí sabemos que no fue sancionado, aunque después de esta experiencia el pintor se mostró mucho más cauto en lo que respecta a detalles teológicos.

Los mismos lujos serían pintados por Giambattista Tiepolo casi dos siglos más tarde en su célebre Escena de Carnaval de Venecia, una obra donde señala la inclinación por la ostentación que caracterizaba a los venecianos en una ciudad donde el Carnaval duraba cuatro meses (de noviembre a febrero).

Escena de Carnaval (detalle) • Giambattista Tiepolo • 1750
Museo del Louvre, París, Francia.

No era esta una elección caprichosa, era una astuta medida política. La oligarquía veneciana veía en estos bailes de máscaras y jolgorio continuo la forma de apaciguar las tensiones sociales. Atrás de un antifaz y un disfraz, el mendigo era cardenal y el duque un mercader; los jóvenes de todas las condiciones sociales confraternizaban en un clima de licenciosa tolerancia. Aristócratas y reyes de toda Europa viajaron a Venecia de incógnito para gozar de las indulgencias que otorgaba esta ciudad encantadora. La oligarquía veneciana explicaba a través de esta descompresión festiva, la falta de reclamos revolucionarios de las clases menos pudientes. El pan, el circo y el carnaval mantenían la paz social.

Pero no todo era licencia, había límites que sostener, márgenes que no debían ser transgredidos. Los desenfrenos de esta sociedad eran registrados por los atentos ojos de la Inquisición. En el caso de Venecia, la Inquisición pertenecía al Estado; era, a la vez, policía secreta y justicia subterránea. Podía apresar a individuos y condenarlos a muerte, si así lo consideraban los tres inquisidores (hecha la excepción de los aristócratas que sólo podían ser expatriados). A través de denuncias anónimas, de espías pagos o soplones circunstanciales, la Inquisición llevaba adelante su tarea de velar por la

ortodoxia de la religión y la integridad del Estado. De esta forma, personajes como Casanova y Lorenzo Da Ponte debieron buscar nuevos horizontes lejos de La Serenísima.

En otras partes del mundo, la Inquisición no era tan “benigna”, especialmente en lo que respecta a algunos detalles teológicos. Después del Concilio de Trento, el Santo Oficio debía controlar la estricta adecuación canónica de los libros que se imprimían con nuevas ideas y algunos relatos indecorosos. Era necesaria una esmerada atención a los detalles para no caer en errores como los del Veronés.

La marea de los tiempos XVII


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Ya hemos comentado el enorme valor político del retrato. La mayor parte de los habitantes de una nación no tenían oportunidad de ver a su rey y la forma de representarlo adquiría un valor simbólico relevante. De allí la importancia de su aspecto. Además de atenuar defectos o exaltar la majestuosidad del monarca, en ciertas circunstancias también mejoraban las perspectivas casamenteras entre los príncipes.

En estos matrimonios por conveniencia, raramente los novios se conocían personalmente, la mayor parte de las veces lo hacían a través de un retrato. Este método podía ser muy efectivo, como lo fue en el caso de Juana, hija de los Reyes Católicos. Al conocer a

su prometido, Felipe “el Hermoso”, ambos pidieron contraer matrimonio en ese mismo instante a fin de consumar el acto a la brevedad. Este apasionamiento no los privó de reyertas y conflictos por las frecuentes infidelidades de Felipe y las explosivas reacciones de Juana, quien hacía honor a su apodo, “la Loca”.

En el caso de uno de sus descendientes, Carlos II de España, el retrato, además de atenuar sus rasgos de idiota, apeló a la codicia de la novia, ya que el marco de su retrato fue tachonado con diamantes.

De poco sirvió este desembolso que no llegó a menguar la desesperación de la princesa francesa destinada a casarse con este infradotado al que llamaba “el Hechizado” por los muchos males que lo aquejaban. Con tal de no sufrir tan triste destino, la desdichada llegó

a arrojarse a los pies de su abuelo, Luis XIV, para que se condoliera de su suerte. El llanto desconsolado de su nieta no conmovió al viejo monarca: ella había nacido para ser instrumento de intercambio político y en tal función debía sacrificar las vanidades del amor.

Diferente fue el caso de María de Médicis y Enrique IV de Francia, pintados por Pedro Pablo Rubens en 1622.

En la obra Presentación del retrato de María de Médicis a Enrique IV, los dioses del matrimonio, Himen y Eros, contemplan la escena cuando el rey de Francia mira extasiado el retrato de su prometida, María de Médicis. Ella no tenía los ancestros de Enrique, cuya ascendencia se remontaba a los tiempos de San Luis, pero el pedigrí menos exuberante de la prometida se compensaba con una cuantiosa dote que incluía la condonación de parte de la deuda que Francia mantenía con los parientes de la novia, los poderosos banqueros florentinos.

Presentación del retrato de María de Médicis a Enrique IV • Rubens • 1622 – Museo del Louvre, París, Francia.

El rey, por entonces, tenía 47 años y era bien amado por su pueblo, a pesar de las luchas religiosas que afligían a Francia. Por orden de Catalina de Médicis, había salvado su vida durante la lúgubre noche de San Bartolomé. A pesar de ser heredero por derecho, su condición de hugonote le impedía el acceso al trono francés por imposición del Papa, apoyado a su vez por Felipe II de España.

En un lúcido ejercicio de realpolitik, Enrique abjuró de sus creencias, excusándose con la célebre frase “París bien vale una misa”. De esta forma, terminaron las guerras y el edicto de Nantes decretó la tolerancia religiosa. Una vez pacificado el reino, se casó con María de Médicis, quien aportó 600.000 escudos de oro a las agotadas arcas de Francia. El pueblo la llamaba “la gran banquera”.

En este lienzo lo vemos al majestuoso Enrique vestido con coraza y sosteniendo el bastón de mando delante de la amazona Francia, una alegoría al país que debía sacar del marasmo de la guerra.

A pesar de este inicio idílico de la relación conyugal, el matrimonio no fue obstáculo para que Enrique continuase con sus aventuras galantes.  Entre ellas, se destaca la relación que mantuvo con Gabrielle de Estrées, hermosa mujer que inspiró uno de los cuadros más extraños de la historia del arte.

Gabrielle y su hermana posan desnudas. El gesto de tomar el pezón de Gabrielle sugiere que la amante real esperaba un hijo del soberano. En extrañas circunstancias, que hacen sospechar un envenenamiento, Gabrielle murió antes de dar a luz. Henriette D’Entragues, marquesa de Verneuil, fue otra de las amantes de Enrique, una hermosa mujer que hasta último momento intentó evitar que el rey se desposara con la florentina. De hecho, Henriette acompañó a Enrique hasta Lyon para encontrarse con la prometida italiana.

Mientras Júpiter y Juno contemplaban al rey gratamente impresionado por el retrato de

su prometida, Henriette se paseaba por la corte y proponía a los gritos la anulación del matrimonio.

Si bien esto nunca aconteció, Enrique le dio largas al asunto de la coronación de su esposa, quien con perseverancia logró el ansiado título sólo dos días antes del asesinato de su marido. De esta forma trágica, María de Médicis pudo acceder al trono.

Una de las primeras medidas de la nueva reina fue encargarle a Rubens veinticuatro obras monumentales para inmortalizar los momentos culmines de su vida y, de esta forma artística, consagrarse como reina de los franceses.

Con su pincel, Rubens elevó a una jerarquía mitológica a los personajes de esta saga llena de intrigas y mezquindades, ennobleciendo la mediocridad de sus existencias gracias a las alegorías olímpicas, expansivas y carnales, que el artista volcaba sobre el lienzo para otorgarle a sus obras ese dinamismo tan propio de su arte.

En 1629, Rubens fue nombrado caballero por Carlos I de Inglaterra no sólo por sus méritos como artistas, sino por su rol diplomático al servicio de España. Ese año logró que se firmara un tratado de paz entre ambas naciones.

Hasta 1633 cumplió otras misiones de ese carácter, siempre a servicio de España. Cansado de la vida cortesana, desde entonces se dedicó sólo a pintar.

Gabrielle de Estrées y su hermana • Anónimo • 1592 – Museo del Louvre, París, Francia.

La marea de los tiempos XVI


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

Esta tendencia hacia la autosuficiencia favoreció la construcción de aduanas para evitar la competencia extranjera. La formación de “guildas” o sindicatos aumentaron el poder de la incipiente burguesía. Eran tiempos de proteger el fruto de sus esfuerzos. Las obras de Frans Hals, Rembrandt y demás maestros holandeses, retratando a los miembros de la burguesía, fueron el mejor tributo a estos hombres que pelearon palmo a palmo su poder contra el de los nobles y aristócratas.

Estas pinturas colectivas eran el reconocimiento a las tareas del grupo en favor de la comunidad, llevando progreso y bienestar a sus pueblos y ciudades, un mérito que necesitaba ser reconocido para compensar el esfuerzo de esta nueva clase social y afianzar su posición en la sociedad. Después de todos, las habilidades personales podían generar las mismas riquezas y poder de aquellos que las heredaban; pero también el despotismo de una oligarquía podía ser tan perjudicial para la sociedad como los caprichos de la monarquía.

La célebre Ronda Nocturna, se llamó originalmente la Compañía de Frans Banning Cocq y Willem van Ruytenburch, los nombres de las figuras centrales del cuadro (Cocq el de ropas oscuras y Ruytenburch el de traje claro).

La obra se ha convertido en el símbolo de una ciudad como Ámsterdam, que gracias a esta burguesía mercantil fue el centro del comercio de Europa. Ya no eran los nobles y grandes señores los que podían acceder a inmortalizarse en retratos y tampoco necesitaban figurar junto a santos o mártires para exaltar sus logros, eran simples ciudadanos cumpliendo la tarea cívica de cuidar su ciudad.

Ronda Nocturna • Rembrandt • 1642

Rijksmmuseum, Ámsterdam, Países Bajos.

Rembrandt recurre a esta pintura dinámica que, por un lado, da movimiento al retrato colectivo y, a su vez, muestra la armonía y espíritu de camaradería existente en el grupo. Los Kloveniers, una milicia cívica, estaban organizados por hombres emprendedores que de esta forma accedían a un estatus superior, una forma meritoria de hacer carrera política dentro de la sociedad.

La joven que aparece detrás de Cocq y Ruytenburch es Saskia, la primera esposa de Rembrandt, que aparece con un gallo muerto atado a su cintura, en franca alusión al nombre del capitán Coqc (gallo en francés).

El pintor cobró 1.600 guilders por inmortalizar a esta guardia civil, una cifra alta para entonces. Al igual que en La Lección de Anatomía, la erogación que hicieron los burgueses tenía la intención de trascender a expensas del esfuerzo individual amurado al conjunto. Entre ellos colaboraban para mejorar la ciudad, su oficio y su posicionamiento social comprando a buen precio su fracción de inmortalidad que este artista les haría ganar con su pintura.

La leyenda cuenta que la obra no fue del gusto de los retratados y que este fracaso fue el comienzo de la declinación del artista. Sin embargo, no hay evidencias para sostener esta afirmación.

Ronda Nocturna se lució por años en el Gran Hall de la ciudad, hasta la llegada de Napoleón. Entonces, la obra fue llevada al Trippenhuis y, posteriormente, en 1885, al Rijksmuseum, donde se encuentra actualmente.

Durante la Segunda Guerra Mundial fue desmontada y escondida en un castillo en el norte de Holanda para evitar su sustracción por los nazis. Terminada la contienda, fue desenrollada y exhibida nuevamente en el museo.

En 1975, la obra fue atacada por un desequilibrado que llegó a cortarla y después se  suicidó. Diez años más tarde, otro individuo arrojó ácido sobre la tela, pero el rápido accionar de los guardias impidió su deterioro.

A pesar del tiempo y las agresiones, Ronda nocturna continúa siendo el símbolo de las ambiciones burguesas, dispuestas a inmortalizar su gesta silenciosa en aras del beneficio de su clase social.

La marea de los tiempos XV


Por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com

La Masacre del Triunvirato • Antoine Caron • 1566  Museo Louvre, París, Francia

El recuerdo de las atrocidades de la guerra solo sirve para eternizar la venganza de las víctimas y el rencor de los victimarios. Ese fue el destino de La Masacre del Triunvirato, obra de Antoine Caron (1520-1598)  pintada en 1566. Si bien la pintura se refiere al triunvirato romano de Marco Antonio, Octavio y Lépido —conformado en el año 43 a.C., después del asesinato del César— y retrata la masacre que siguió a la caída en desgracia de Marco Antonio, aunque el verdadero drama que Caron pretendía mostrar transcurría a orillas del Sena. Las guerras religiosas destrozaban a Francia.

Curiosamente, réplicas de este cuadro de exterminio y excesos se encontraban en manos de ambos grupos en conflicto. Tanto el general Montmorency, jefe del movimiento católico, como el príncipe Condé, líder protestante, tenían sendas copias de esta obra para recordar las atrocidades a las que sus correligionarios habían sido sometidos.

Nadie sabe quién encargó la obra a Caron, pero se sabe que por lo menos veinte copias se encontraban en manos de católicos y protestantes, una curiosa y atroz coincidencia.

El original se exhibió por muchos años en la sala vecina a la Gioconda155 en el Museo del Louvre.

A lo largo del siglo XVI, el mundo tenía sobradas razones para mostrarse melancólico, más allá de los trastornos de neurotransmisores que le atañen a cada cuerpo. Las pestes asolaban Europa. La contemplación de miles de cadáveres acumulados en las calles no era un espectáculo edificante y menos aún que se pudiese olvidar. Brueghel así lo consigna en su El Triunfo de la muerte, donde ejércitos de esqueletos acarrean a los pocos sobrevivientes hacia el reino de las parcas. La peste alteró las costumbres y modificó la economía y la política de los hombres.

Al caer la población y contraerse los mercados, surgió una marcada tendencia al autoabastecimiento. Los que sobrevivían querían hacer valer su trabajo; la peste había equiparado las diferencias sociales. Después de todo, los nobles morían tan burdamente como los campesinos. ¿Por qué someterse a la voluntad de ellos, si estos eran tan vulnerables como los demás mortales?

El triunfo de la muerte • Pieter Brueghel • 1562  Museo del Prado, Madrid, España.

La marea de los tiempos XIV


Por Omar López Mato
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Retablo de Isenheim • Matthias Grünewald • 1516, Museo de Unterlinden, Colmar, Francia.

Ante el escepticismo de Durero, surgen las convicciones de Matthias Grünewald, quizás el artista que mejor representó los valores de la Reforma luterana. Mientras Durero disfrazó el dolor y la melancolía con símbolos, Grünewald no temió presentarlos en toda su magnitud, y hasta parece complacerse en mostrar la crueldad y el dolor, como en este Retablo de Isenheim, donde el sufrimiento de Cristo es exhibido en forma descarnada.

Nada en este cuadro es elíptico o simbólico, Grünewald pintó a Jesús sufriendo en la cruz para que los enfermos que se alojaban en el convento de Isenheim se resignasen al determinismo luterano. De esta forma, la experiencia del dolor se convierte en un sacrificio redentor. Ellos deberán sufrir su enfermedad, no tienen otra opción, pero si han de sufrirla, lo deberán hacer con la altura con la que Cristo padeció su suplicio en la cruz.

Las perversas obras del Caravaggio, plenas de degüellos y asesinatos, no sólo eran el reflejo de su psicopatía sino el espejo de los tiempos que corrían. Artemisia Gentileschi toma la temática de Judith decapitando a Holofernes en un espléndido cuadro que reproduce el degüello. Existen además otras versiones de Tiziano, Cranach, Galizia y Allori. La masacre de San Bartolomé, los intentos de asesinato contra Isabel de Inglaterra, la muerte de Guillermo I de Orange, el asesinato de Enrique IV de Francia (después de doce intentos) dan testimonio de los medios violentos para resolver las diferencias políticas de la época. Las ejecuciones se convirtieron también en representaciones pomposas, la Ley del Talión era la moneda corriente, y hasta podía encontrar una justificación divina si se invocaban motivos religiosos. Eran los tiempos de la Contrarreforma y todo era válido para pelear contra los herejes protestantes y éstos, a su vez, para vengarse.


Judith y Holofernes • Caravaggio • 1599, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.

Judith decapitando a Holofernes • Artemisia Gentileschi • 1612, Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles.

La decapitación de San Juan Bautista • Caravaggio • 1608, Concatedral de San Juan, Valeta, Malta.

La marea de los tiempos XIII


Por Omar López Mato
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La última Cena • Leonardo Da Vinci • 1497
Convento Dominico de Santa María de la Gracia, Milán, Italia.

Para los católicos, La última Cena (ejecutada entre 1495 y 1497) se convirtió en símbolo de traición, y Leonardo Da Vinci resalta este aspecto en su obra: Cristo anuncia que ha sido vendido y todos los apóstoles reaccionan conmovidos por sus palabras. Judas, el  tercero a la izquierda de Cristo, es el único que apoya el codo sobre la mesa y aprieta entre sus dedos  la bolsa que contiene los treinta denarios —la suma  que habían pagado los sacerdotes, el equivalente al valor de un esclavo—.

La obra fue encomendada en 1494 por el duque Ludovico Sforza, llamado “el Moro”, para el Convento de Santa María delle Grazie.

Leonardo tardó tres años en terminarla, muy fuera del lapso previsto —siguiendo una vieja costumbre del maestro, proclive a cumplir sus compromisos a destiempo—.

Por ese entonces, Ludovico había tramado una alianza con Carlos VIII, rey de Francia y

Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano, para que entre los tres dominasen el norte de Italia. Las cosas no fueron según lo planeado y el ascenso al trono de Francia de Luis XII  aceleró la caída de Ludovico.

El Papa Alejandro VI, su hijo César Borgia y la república veneciana, unieron sus fuerzas a las del rey galo contra Ludovico. Francia invadió el Milanesado con un ejército de mercenarios suizos. Ludovico también había contratado mercenarios del mismo origen, pero sus tropas se negaron a pelear contra sus connacionales; entre ellos se entendieron y decidieron traicionar a Ludovico quien intentó huir disfrazado, pero terminó apresado y encarcelado.

“Nunca faltan los Judas”, parece decirnos Leonardo elípticamente mientras la figura del apóstol desleal aprieta el saco de monedas.

La ciudad de Milán cayó en manos de los franceses. Luis XII, al visitar su nueva conquista, quedó tan maravillado por esta “Última Cena” que intentó llevarse el fresco a París. A poco debió desistir de su loca idea, y la obra quedó en Milán, recordándonos que la lealtad es una frágil virtud que la marea de los tiempos suele quebrar por codicia, orgullo o rencor.

El mundo se deshacía en guerras y hambrunas. Los artistas y pensadores tuvieron entonces la impresión de que la exaltación clásica de este Renacimiento no se tradujo en una “renovación” de la condición humana; los hombres continuaban realizando los mismos desmanes que los griegos y los romanos e idénticas barbaridades que en el Medievo. El soñado “hombre nuevo” fue una ilusión, un nuevo fracaso en la gesta renovadora. Nada había renacido.

Este desencanto con la naturaleza humana, esta desconfianza sobre la integridad de los hombres fue un sentimiento generalizado que imperó a fines del siglo XVI.

La Iglesia, a pesar de su supuesta misión humanitaria, había demostrado que no era un dechado de virtudes (ni mucho menos). Tampoco el arte parecía haber logrado su meta educadora, y Alberto Durero reflejó este desencanto como un intelectual comprometido con su tiempo.

La parte más importante de su obra son las 450 aguafuertes que nos ha dejado. En esas láminas, Durero se despacha sobre la condición humana en este siglo de crisis, de guerras interminables y conquistas. El mundo ha perdido sus certezas, la Iglesia tiembla, los herejes avanzan, los pueblos reclaman y los reyes reprimen, pero nadie está dispuesto a ceder terreno y chocan una y otra vez ante la perseverante insensatez de los hombres.


Melancolía I • Alberto Durero • 1514
Galería Nacional de Arte de Karlsruhe, Baden, Alemania.

Esta lucha entre utopía y realidad, entre idealismo y pragmatismo, llevó a Durero al desencanto, a la acedía, a la melancolía, como lo dibuja en la críptica representación que lleva ese nombre. Al rostro de hastío de esta “Melancolía”, se suman los símbolos de oscura interpretación, como el cubo de Júpiter, figura geométrica de treinta y cuatro caras que, probablemente, actuase como un paliativo de Saturno —el planeta ligado a la melancolía—. También se aprecian algunos signos masónicos como el sol con sus rayos y el compás con que esta mujer juega distraídamente.

Toda la composición es una alegoría de la desazón que lleva a la falta de creatividad y al aburrimiento mortal que tiñe la realidad. Durero no sólo rechaza a la Iglesia de Roma sino a los luteranos más recalcitrantes. En Los cuatro apóstoles, (nombre engañoso porque Marcos era evangelista pero no apóstol) aparecen Juan y Pedro y Pablo y el ya mencionado Marcos bajo un texto en alemán que dice: “En estos tiempos peligrosos, todos los príncipes deben cuidarse de tomar las tentaciones del hombre por la palabra de Dios. El Señor no tolerará que su palabra sea tergiversada. Es la advertencia de esos cuatro hombres excelentes: Pedro, Juan, Pablo y Marcos”.

Nada es lo que parece ser, todo el mundo ha hecho uso a su conveniencia de la palabra de Dios, tanto por parte de la Iglesia como la particular exégesis de cada predicador protestante, y este enfrentamiento estéril lo sume al artista en negras meditaciones.